La Selección tuvo su tarde de desahogo y cortó una racha sin triunfos que ya pesaba demasiado. Metió dos goles en siete minutos, en los que fue un equipo prometedor.
Enjabonado, el clavo corre mejor cuando el martillazo cae sobre su cabeza. La Selección necesitaba buena lubricación para asegurar ese tablón flojo, que amenazaba con desprenderse del todo, que golpeteaba si había viento y que, ciertamente, hacía un ruido que cada día se sentía más fuerte, y resultaba más insoportable. Argentina ganó; volvió a ganar después de cinco partidos de Eliminatorias en los que ni las brujas pudieron explicar qué fue lo que pasó; cortó una racha nefasta que amagó con cargarse a Basile quien se descargó cuando terminó el partido de ayer; como se descargaron todos los jugadores, apiñados en el medio de la cancha, festejando cual si hubiesen ganado más que un partido, más que tres puntos. De algún modo lo parieron, expulsaron su fervor contenido, el que habían encapsulado unos días antes de entrar a la cancha cuando, juntos, se juramentaron dar todo para ganar; el que rebotó en los cuatro costados de un Monumental otra vez más frío que cálido pero que, como la mayoría de las veces, callado o bullicioso, son sólo 22 piernas celestes y blancas las que entran a su campo a decir su verdad.
Verdad que, en este caso, fue breve, pero lo bueno, si es breve... Entre cinco y los 12, no mucho más antes ni mucho más después. Fueron siete minutos en los que Argentina encontró todos los sabores necesarios para que el plato lo satisfaga. Y en cada uno de los extremos de esa franja, los goles. La contundencia, determinante para sacar ventaja; la confianza, clave para creer que cada intento de jugada es posible; el juego, órgano a través del cual se establecen las diferencias entre uno y otro. En ese lapso apareció Messi y su cabeza, Agüero y su precisión, Riquelme y su clase, Tevez y su potencia, Mascherano y su don para la recuperación, Cambiasso y su silencioso estar en todos lados y siempre bien parado. Y la Selección fue un equipo que maniató y desdibujó a Uruguay, que no supo cómo reaccionar hasta... Hasta que la misma Argentina le quitó peso a su manejo, la carroza se fue convirtiendo de nuevo en calabaza y la princesa volvió a ser cenicienta.
No se descontroló el partido porque a Uruguay, ni siquiera con el gol que encontró en el final del primer tiempo, le dio el pinet para empatarlo. Sólo para pelearlo, literal y figuradamente, como en la última jugada, con las cartas tiradas sobre el pasto, diez jugadores por la lesión de Eguren y el arquero Castillo yendo a cabecear al arco de Carrizo quien contaba con otro hombre de defensa: Cata Díaz, recién ingresado por Messi. Defensor por delantero, una mirada opuesta a la del cuarteto ofensivo que durante siete minutos hizo de Argentina un equipo prometedor. Con ambas miradas, Basile y sus players entendieron que ganar era tan posible como vital. Un buen resultado, ni más ni menos. Para cortar una racha que se extendía como una mecha encendida camino a un barril lleno de pólvora. La Selección, con un fuerte pisotón, apagó el fuego y, quizás, así evitó una explosión.



